El Concilio de Nicea: Mil Setecientos Años de Luz en la Fe Católica (325-2025)

09.10.2025

DOCTRINA CATÓLICA


El que permanece fiel a la doctrina de Nicea no defiende una idea antigua, sino al Verbo eterno que no cambia. La ortodoxia no es nostalgia, sino fidelidad amorosa a la verdad que salva.

P. Fernando Albíter

P. Fernando Albíter

Pocas veces en la historia resuena con tanta solemnidad la voz de la Iglesia como cuando se congrega en Concilio. Cada concilio es un acto teándrico: humano en su forma, divino en su sustancia. Cuando la verdad revelada se ve amenazada, la Iglesia —como madre herida— convoca a sus pastores, y el Espíritu Santo, que la guía desde Pentecostés, sopla de nuevo sobre las almas elegidas.

Así ocurrió en el año 325, cuando el veneno del arrianismo comenzaba a infiltrarse en la grey cristiana. El presbítero Arrio, con su ingenio sutil y su falsa piedad, afirmaba que el Hijo era criatura excelsa, pero no eterna. Negaba el misterio central del cristianismo: que el Verbo es Dios verdadero, consubstancial al Padre.

El historiador Karl Joseph von Hefele escribió que "ningún error anterior había puesto en peligro tan radicalmente la esencia misma del cristianismo, porque si Cristo no es Dios, la redención carece de valor"¹.

El jesuita Bernardino Llorca, sistematizador de la historiografía católica española, añadió: "El Concilio de Nicea fue el acto de madurez del cristianismo ante el mundo. En él la Iglesia se mostró como sociedad perfecta, independiente del poder civil, capaz de dictar sus propias leyes y definir su fe."

Este Concilio tiene una importancia tan grande que San Gregorio Magno llegó a escribir:  "Los cuatro concilios santos —Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia— los venero como los cuatro libros del santo Evangelio."  Epistolae, I, 24 (PL 77, 478)

II. Constantino, la Iglesia y la Providencia

El emperador Constantino, movido tanto por motivos políticos como por la fe que había recibido de su madre Santa Elena, convocó a los obispos de toda la tierra a la ciudad de Nicea, en Bitinia. La iniciativa fue aprobada por el Papa San Silvestre I, que envió como legados a los presbíteros Víctor y Vicencio, junto al sabio San Osio de Córdoba, quien presidió las sesiones en su nombre.

Aquel acontecimiento fue más que un acto de conciliación imperial: fue la primera manifestación solemne de la catolicidad. La Iglesia, recién salida de las persecuciones, comparecía ante el mundo no como súbdita del Imperio, sino como maestra universal de la verdad.

René-François Rohrbacher, historiador del siglo XIX, observó: "Por vez primera la Iglesia apareció ante el mundo con la dignidad de reina: ya no perseguida, sino juzgando a sus enemigos."

El aula conciliar —como narran las fuentes— estaba llena de confesores marcados por las torturas de Diocleciano: obispos cojos, mutilados o cegados por su fidelidad a Cristo. Entre ellos se contaban San Alejandro de Alejandría, San Macario de Jerusalén, San Nicolás de Mira y un joven de genio agudo y ardor apostólico, San Atanasio, quien sería el campeón de la ortodoxia durante medio siglo.

Dom Prosper Guéranger, el gran liturgista de Solesmes, vio en ese momento "una de esas horas decisivas en que la Providencia muestra que el poder de Cristo vive en su Iglesia; los siglos cambian, pero la Verdad no envejece"³.

III. El sentido de los concilios

Un concilio no es un parlamento donde se negocian ideas, sino una asamblea sagrada donde los sucesores de los Apóstoles proclaman la verdad revelada con autoridad divina. Guéranger lo expresó con su claridad monástica: "En los concilios, la Esposa de Cristo aparece en toda su majestad: una y la misma en Roma, en Nicea o en Éfeso; coronada de luz, sostenida por la promesa del Señor: Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo."³

El Cardenal Joseph Hergenröther, primer prefecto de los Archivos Vaticanos y gran historiador del siglo XIX, precisó que el carácter de un concilio ecuménico consiste en "hacer visible la indefectibilidad de la Iglesia, mostrar que la verdad permanece la misma aunque cambien los siglos"⁴.

Por eso San Gregorio Magno comparó los cuatro primeros concilios con los Evangelios: "En ellos habla el mismo Espíritu que vivifica a la Iglesia." Y San León Magno diría más tarde: "El concilio es la voz del Espíritu Santo hablando por boca de los pastores." (Epistula ad Flavianum)

IV. Nicea: la Iglesia salva el rostro de Cristo

En Nicea se congregaron 318 obispos, casi todos de Oriente. Las discusiones fueron intensas: los arrianos proponían que el Hijo era "semejante" (homoiousios) al Padre, pero no "de la misma sustancia". Entonces, con la autoridad del Espíritu, la Iglesia proclamó la fórmula que resonaría por los siglos: "El Hijo es engendrado, no creado, consustancial al Padre."

El historiador Louis-Sébastien Le Nain de Tillemont mostró que el término homoousios no fue una innovación filosófica, sino "la traducción exacta de la fe apostólica, creída en todas partes, siempre y por todos"⁵. San Hilario de Poitiers, llamado "el Atanasio de Occidente", exclamó: "En una sílaba está la salvación del mundo." Y San Basilio Magno sintetizó su sentido eterno: "Nicea no inventó nada: solo dio palabras al silencio venerado de la Tradición."

Con esa definición, el cristianismo quedó salvado en su centro: la divinidad del Verbo encarnado. Si Cristo no fuera Dios, nada podría redimirnos; si es consustancial al Padre, toda su obra es redentora. Por eso Hefele consideró que el Concilio de Nicea fue "el punto de equilibrio de la historia cristiana, donde la fe venció a la filosofía del mundo."¹

V. Los frutos: doctrina, disciplina y santidad

Nicea no solo definió la fe: ordenó la vida eclesiástica. Promulgó veinte cánones sobre la ordenación, el celibato, la penitencia y la celebración común de la Pascua. Claude Fleury, el "jurista de la historia eclesiástica", señaló: "La misma mano que escribió el dogma trazó las reglas de la virtud; porque la fe y la moral nacen del mismo Espíritu."⁶

Rohrbacher interpretó esos cánones como "el equilibrio perfecto entre la doctrina que ilumina y la disciplina que purifica"². Y Llorca comentó que Nicea fue "una escuela de santidad pastoral: el dogma llevaba a la virtud, y la virtud guardaba el dogma"⁷.

VI. Del símbolo a la liturgia

El Credo Niceno, completado en Constantinopla en 381, fue adoptado por toda la cristiandad y todavía hoy se canta en cada Santa Misa. Guéranger, comentando El Año Litúrgico, escribió: "Cada vez que el sacerdote pronuncia el Credo, la Iglesia revive la mañana de Nicea: el Verbo eterno se confiesa en boca de los fieles."

Por eso, cuando decimos Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, no repetimos una fórmula del pasado: renovamos el juramento de fidelidad que mantuvo la fe de los mártires. Para Hergenröther, Nicea fue "la primera piedra de una arquitectura dogmática que no ha podido ser derribada"; para Hefele, "el arquetipo de todos los concilios futuros"; y para Dom Guéranger, "el eco litúrgico de la Encarnación."

Nicea es el modelo de todo concilio verdadero: una Iglesia unida frente al error, guiada por la autoridad del Papa y sostenida por el Espíritu Santo. Los Padres del 325 no buscaron halagar al mundo ni conciliar verdades opuestas: proclamaron el misterio con la claridad de los mártires. 

San Agustín afirmó: "En Nicea la humildad de la fe venció la soberbia de la filosofía." San Gregorio Nacianceno escribió: "Allí la Iglesia se vistió de sol; la luz del Verbo separó las tinieblas de la mentira." Y San Pío X, en su encíclica Pascendi Dominici Gregis (1907), trazó el paralelismo eterno: "Así como Nicea rechazó a Arrio, así hoy la Iglesia debe rechazar las falsas interpretaciones que disuelven la noción de verdad."\

Conclusión: la fidelidad que no envejece

A mil setecientos años de aquel amanecer de la fe, el Concilio de Nicea sigue siendo la antorcha que no se apaga. En su firmeza doctrinal encontramos la respuesta a las confusiones de nuestro tiempo; en su fidelidad, el modelo de todo pastor verdadero. Nicea no fue un episodio del pasado, sino la primera piedra del edificio doctrinal que sostiene la Iglesia de Cristo.

El que permanece fiel a la doctrina de Nicea no defiende una idea antigua, sino al Verbo eterno que no cambia. La ortodoxia no es nostalgia, sino fidelidad amorosa a la verdad que salva.

Celebrar su aniversario es renovar la fe en Aquel que dijo: "El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán." Y con los santos Padres del 325, repetimos en voz unánime:

Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem… et in unum Dominum Jesum Christum, Filium Dei unigenitum, consubstantialem Patri.

Notas:

  1. Hefele, Karl Joseph von. A History of the Christian Councils from the Original Documents, vol. I (London: T. & T. Clark, 1871), pp. 65-70.

  2. Rohrbacher, René-François. Histoire universelle de l'Église catholique, t. I (Paris: Gaume, 1842), p. 233.

  3. Guéranger, Dom Prosper. Institutions liturgiques, t. II (Paris: Poussielgue-Rusand, 1841), p. 12.

  4. Hergenröther, Joseph. Handbuch der allgemeinen Kirchengeschichte, t. I (Freiburg: Herder, 1876), p. 329.

  5. Le Nain de Tillemont, Louis-Sébastien. Mémoires pour servir à l'histoire ecclésiastique des six premiers siècles, t. II (Paris: 1693), p. 512.

  6. Fleury, Claude. Histoire ecclésiastique, t. III (Paris: 1690), p. 91.

  7. Llorca, Bernardino, S.J. Historia de la Iglesia Católica, t. I (Madrid: BAC, 1947), pp. 232-243.

Bibliografía consultada

  • Hefele, Karl Joseph von. A History of the Christian Councils from the Original Documents. London, 1871–1896.

    Disponible en archive.org/details/ahistoryofthecou02hefeuoft.

  • Rohrbacher, René-François. Histoire universelle de l'Église catholique. Paris, 1842–1849.

    Disponible en archive.org/details/histoireuniverse23rohr.

  • Guéranger, Dom Prosper. Institutions liturgiques. Paris, 1840–1851.

    Disponible en archive.org/details/institutions011878gu.

    Traducción castellana: sin versión completa; sí su obra paralela El Año Litúrgico (BAC y otras ediciones).

  • Hergenröther, Joseph. Handbuch der allgemeinen Kirchengeschichte. Freiburg: Herder, 1876.

    Consultable en digitale-sammlungen.de/view/bsb11613654.


  • Fleury, Claude. Histoire ecclésiastique. Paris, 1690–1720. Referencia en prdl.org/author_view.php?a_id=7050.


  • Le Nain de Tillemont, Louis-Sébastien. Mémoires pour servir à l'histoire ecclésiastique des six premiers siècles. Paris, 1693–1712.

    Disponible en archive.org/details/mmoirespourser12lena.


  • Llorca, Bernardino, S.J. Historia de la Iglesia Católica. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), 1947–1950.