Mons. José Mora y del Río (1854-1928): El Arzobispo Primado y Arquitecto de la Resistencia
I. El Primado en tiempos de demolición.
La figura de Mons. José Mora y del Río se alza en uno de los momentos más críticos de la historia de México y de su Iglesia: el tránsito violento entre un orden social aún impregnado de cristianismo y un proyecto revolucionario que aspiraba explícitamente a reconstruir la nación sobre bases anticatólicas. No se trató de una simple reorganización política, sino de un intento deliberado de refundación moral y religiosa, como tantas veces había ocurrido en los procesos revolucionarios modernos.
Como Arzobispo Primado de México, Mora y del Río no fue un espectador de este proceso, sino uno de sus principales obstáculos institucionales, razón por la cual se convirtió en blanco preferente de hostilidad política, persecución jurídica y exilio. Su sola presencia encarnaba lo que el nuevo régimen pretendía erradicar: una autoridad espiritual independiente, anterior y superior al Estado.
Llamarlo "arquitecto de la resistencia" no significa atribuirle la dirección militar de la Cristiada, sino reconocer que fue él quien sostuvo, articuló y legitimó —en el plano doctrinal, simbólico y jurídico— la negativa de la Iglesia a someterse al nuevo orden revolucionario. En un tiempo de confusión y miedo, su primado proporcionó continuidad histórica a la resistencia católica, recordando una verdad que la Revolución negaba:
«La Iglesia no es una asociación cualquiera, sino una sociedad perfecta, soberana en su propio orden» (León XIII, Immortale Dei).
II. Raíces intelectuales de una postura antirrevolucionaria
La oposición de Mons. Mora y del Río a la Revolución se trató de una oposición de principios, enraizada en una concepción clásica del orden social cristiano. Formado en Roma, heredero intelectual del magisterio de Pío IX y León XIII, entendía la Revolución —en su versión liberal primero y socialista después— como una negación del orden natural y sobrenatural, no como un simple cambio de régimen.
Para Mora y del Río, el Estado revolucionario no era un árbitro neutral, sino un poder ideológico, heredero directo del liberalismo masónico del siglo XIX, que pretendía redefinir la educación, la moral pública, la familia y la conciencia religiosa. Su rechazo fue, por tanto, integral: teológico, jurídico y cultural. En esto coincidía plenamente con el diagnóstico formulado por San Pío X al inicio del siglo:
«La civilización no está por inventar ni la ciudad nueva por construir en las nubes. Ha existido y existe: es la civilización cristiana» (Notre Charge Apostolique, 1910).
III. Del Porfiriato a la Revolución: continuidad del conflicto
Durante el Porfiriato, la Iglesia vivió una relativa paz precaria, tolerada más que reconocida. El firme obispo comprendió que esa paz no era estabilidad, sino tregua táctica. La caída del régimen porfiriano no inauguró un conflicto nuevo, sino que desató sin máscaras una hostilidad largamente incubada.
Desde los primeros gobiernos revolucionarios, el Arzobispo percibió que la retórica social ocultaba un programa sistemático de descatolización del pueblo mexicano. La persecución no fue accidental ni reactiva: fue programática. La Constitución de 1917 cristalizó jurídicamente ese proyecto, al convertir en ley lo que antes había sido agresión dispersa, confirmando que el conflicto no era político, sino religioso en su raíz.
IV. La Constitución de 1917 como acta de guerra
La Constitución de 1917 es un acta de guerra contra la Iglesia. Sus artículos no regulaban: prohibían, humillaban y criminalizaban. Mora y del Río entendió con claridad que aceptar ese marco equivalía a legitimar la apostasía institucional del Estado, algo moralmente imposible para la conciencia católica.
Su protesta episcopal no fue un gesto simbólico, sino un acto de resistencia jurídica y moral, consciente de que tendría consecuencias personales. En perfecta continuidad con la doctrina clásica, sabía que
«las leyes humanas que se oponen al derecho natural o divino no obligan en conciencia» (Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I–II, q. 96, a. 4).
El exilio forzado del Primado no fue una anomalía, sino la confirmación de que el régimen no toleraría ninguna autoridad que no se subordinara a su proyecto ideológico.
V. Consagraciones nacionales como estrategia de resistencia
Frente a la demolición revolucionaria del orden cristiano, el firme prelado sitiado por el liberalismo recurrió a una estrategia profundamente tradicional: afirmar públicamente la soberanía de Cristo. La consagración de México al Sagrado Corazón y la centralidad del culto guadalupano funcionaron como auténticos actos de contra-legitimación del poder revolucionario.
Mientras el Estado proclamaba su autoridad absoluta, la Iglesia —bajo el primado de Mora y del Río— recordaba que ninguna nación puede subsistir legítimamente al margen de Dios, anticipando lo que Pío XI formularía con precisión doctrinal pocos años después:
«Es necesario que Cristo reine en la sociedad, en las leyes y en las instituciones de los pueblos. (Quas Primas, 1925).
Estos actos no buscaban la conciliación, sino la confesión pública de una verdad negada.
VI. La Ley Calles y la ruptura definitiva
La Ley Calles no fue un exceso aislado, sino la aplicación coherente del proyecto revolucionario. Al criminalizar el sacerdocio y reducir el culto a concesión estatal, el régimen obligó a la Iglesia a una decisión límite: someterse o resistir.
Mora y del Río, aun desde el exilio, sostuvo la negativa a aceptar leyes intrínsecamente injustas. La suspensión del culto público, dolorosa y extrema, fue un acto de denuncia radical, que dejó al descubierto la violencia estructural del régimen. La Revolución quedó moralmente desnuda ante el pueblo, confirmando el principio que la Iglesia siempre había sostenido:
«No se puede exigir a la Iglesia que coopere en su propia destrucción» (Pío XI, Firmissimam Constantiam).
VII. Del Primado a la insurrección popular
La resistencia armada cristera no surgió en el vacío. Fue el fruto de años de formación católica, gestos episcopales firmes y una conciencia religiosa que se negó a desaparecer. Mora y del Río no organizó ejércitos, pero contribuyó decisivamente a que el pueblo supiera que obedecer a Dios era lícito incluso frente a un Estado opresor:
«Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29).
Desde una lectura antirrevolucionaria, la Cristiada no fue fanatismo, sino legítima defensa del orden cristiano, y Mora y del Río figura entre quienes hicieron posible esa conciencia, aunque no la condujeran militarmente.
VIII. Exilio, muerte y legado político-religioso
La muerte de Mora y del Río en San Antonio, en 1928, sella simbólicamente su vida: un Primado desterrado por negarse a claudicar. No vio la traición de los Arreglos, ni la domesticación posterior del catolicismo mexicano, pero dejó una huella profunda: la certeza de que la Iglesia no puede sobrevivir renunciando a su misión pública, pues
«no hay verdadera civilización sin civilización moral, ni civilización moral sin la verdadera religión» (Pío XI, Divini Illius Magistri).
Mons. José Mora y del Río fue arquitecto de la resistencia porque sostuvo los pilares sin los cuales no habría habido resistencia alguna:
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La legitimidad doctrinal de la desobediencia a leyes injustas
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La afirmación pública del reinado social de Cristo
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La denuncia del carácter ideológico de la Revolución
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La continuidad histórica del catolicismo militante en México
No fue un revolucionario.
No fue un conciliador.
Fue un pastor del viejo orden cristiano, enfrentado a una modernidad armada.
Su figura permanece como acusación silenciosa contra toda tentativa de reconciliar lo irreconciliable: la Iglesia de Cristo y la Revolución anticristiana.
