La blasfemia contra el Espíritu Santo.

09.11.2024

LA VOZ DE NUESTRO OBISPO


Las declaraciones recientes de Bergoglio, al sugerir que todas las religiones son caminos hacia Dios, evocan la actitud de los fariseos que, cegados por su envidia, negaron los milagros de Jesús.

Excmo. Mons. Martín Dávila Gándara.

Excmo. Mons. Martín Dávila Gándara.

“Fue presentado a Jesucristo un endemoniado que era mudo” (Lc. XI, 14)

El Evangelio del tercer domingo de Cuaresma nos presenta cómo Jesucristo expulsó un demonio de un hombre que había quedado mudo, permitiéndole hablar una vez liberado. Ante este milagro, el pueblo sencillo lo reconoció con asombro y lo bendijo, mientras que los escribas y fariseos, movidos por la envidia, blasfemaron al afirmar que Jesús expulsaba demonios por el poder de Belcebú, el príncipe de los demonios.

Dos verdades: consuelo y advertencia

Nuestro Señor Jesucristo dijo: “Todo pecado y toda blasfemia será perdonada a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada” (Mt. XII, 31). De esta enseñanza se desprenden dos verdades: una llena de consuelo y otra que causa espanto.

Verdad consoladora. Se nos promete el perdón de nuestros pecados, incluso de la blasfemia, uno de los pecados más graves, pues atenta no solo contra la ley de Dios, sino que profana Su majestad misma. Sin embargo, todo pecado puede ser perdonado, siempre y cuando el hombre se arrepienta sinceramente. Esta promesa es fuente de profundo consuelo para los cristianos, conscientes de nuestras faltas. Si Dios no mostrara su misericordia, estaríamos perdidos. Por eso, no debemos dejarnos abatir por nuestros pecados, por grandes que sean.

Verdad espantosa. Existe un pecado que no será perdonado: la blasfemia contra el Espíritu Santo. ¿Por qué? Porque este pecado corrompe el alma, destruyendo la fe desde sus cimientos, lo que impide el arrepentimiento, requisito indispensable para obtener el perdón divino. Es una enfermedad del espíritu sin cura, para la cual no existe remedio.

La naturaleza de la blasfemia contra el Espíritu Santo.

¿En qué consiste este terrible pecado? Se manifiesta en la oposición deliberada y consciente a la verdad revelada, buscando rechazarla a toda costa. Es un acto de insensatez autoimpuesta, donde se crean obstáculos intencionados para no ver la luz de la verdad, aunque esta nos deslumbre.

El Evangelio nos da un claro ejemplo. Jesús obra un milagro, pero sus enemigos, sin poder negarlo, lo atribuyen al demonio. Para ellos, era más fácil aceptar que el diablo obrara milagros que reconocer a Dios actuando. Negarían obstinadamente cualquier verdad, incluso si Cristo mismo dijera: “Es mediodía”, ellos cerrarían sus ojos y afirmarían: “No, es medianoche, estamos en la más densa oscuridad”.

Estas almas, resueltas a no creer, cierran su corazón, y su endurecimiento se convierte en su propio castigo. ¿Es posible llegar a tal extremo? Lamentablemente, sí. Una perversidad ciega puede surgir desde las profundidades más oscuras del corazón humano.

Un paralelismo con las declaraciones recientes de Bergoglio.

Las declaraciones recientes de Bergoglio, al sugerir que todas las religiones son caminos hacia Dios, evocan la actitud de los fariseos que, cegados por su envidia, negaron los milagros de Jesús. Este relativismo moderno es una negación de la verdad revelada y, como tal, una forma de blasfemia contra el Espíritu Santo. Es una trampa que impide ver la luz de Cristo como el único camino hacia la salvación (Jn 14:6).

El peligro de la incredulidad

Hoy en día, dentro del cristianismo, encontramos actitudes similares. Hay quienes, como los modernistas de antes del Vaticano II, huyen de cualquier cosa que pueda iluminar su corazón. Desprecian lo sagrado y se apartan de la Iglesia, viendo todo llamamiento espiritual como una amenaza.

Este rechazo deliberado a la verdad es precisamente el pecado de la blasfemia contra el Espíritu Santo. Los modernistas, al igual que los fariseos, atribuyen el poder de Cristo a fuerzas malignas o igualan su majestad a otras creencias, cometiendo así una grave perversión doctrinal.

Conclusión

Pidamos al Señor la gracia de la sabiduría y la humildad, como lo hizo con San Pablo, para que podamos reconocer siempre la verdad, evitar el terrible pecado de la blasfemia contra el Espíritu Santo y no caer en el relativismo que nos aparta de Dios.